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miércoles, 9 de noviembre de 2011

LA DAMA Y EL JUGLAR

Cuando abrió la puerta, él seguía allí… La estaba mirando, con una sonrisa dulce, cálida, cariñosa, tierna. Era la sonrisa que él siempre ponía cuando estaba contento, la sonrisa que a ella tanto le gustaba. Al fin y al cabo, era la sonrisa la que en un primer momento le gustó de él. El joven caballero de pelo blanco extendió los brazos, y ella corrió a abrazarle. Él la abrazó también, con fuerza; hacía tanto que no se veían que aquello parecía un sueño. Cuando se separaron, ella depositó un suave beso en su mejilla, y empezó a guiarle hasta la puerta. Él era ciego, pero era ella la que casi no veía nada. Esa celda era oscura, olía a sangre y a sudor, y además a enfermedad. Él tenía una herida abierta e infectada en el pecho, según le habían informado, y lo había corroborado; ahora también tenía el pecho del vestido manchado, pues al abrazarle, su sangre había teñido de rojo la tela.
Al salir del calabozo, él se desplomó en el suelo de piedra. Ahora había un poco más de luz, así que ella pudo verle bien: tenía el pelo blanco manchado, sucio; la camisa dejaba ver la herida, causada por los dioses sabían qué; olía a alcohol, a basura, a podrido, a sudor, pero sobre todo a sangre; la ropa estaba manchada, ropa que había costado más que el laúd que él poseía, pero que en ese momento no llevaba consigo. Pero eso, a ella, le daba igual. Se agachó rápidamente, y se desató el cinturón de tela que llevaba. Se lo ató en el pecho como si fuera una venda. No pudo contener más las lágrimas, y empezó a llorar, mientras le vendaba. No sabía si moriría, no sabía si volvería a irse, a dejarla sola. Simplemente, no quería que muriese, no quería que se volviera a ir. No sabía que había hecho durante ese mes, no sabía dónde había estado. Ella había permanecido en el castillo, a merced de su “padre”. Bueno, padre. Tampoco se le podía llamar así, aunque él se autodenominase “padre” suyo. Era un conde bastante poderoso, pero sin ningún hijo. Y como ella sabía manejar la espada, le había puesto su apellido, Bubied. Él se llamaba James Bubied, conde de Bridgestury, señor del río Salersmy, dueño del bosque Talesfell, amo de todos los que habitaban en sus tierras, y una larga lista de títulos que ella ya no recordaba. En un tiempo sabía recitarlos todos, sin fallo alguno, pero ya no. Pero para ella era sólo el hombre que había matado a sus padres, a sus hermanos. ¿Y qué le había dado él a cambio? ¿Un nuevo nombre, un apellido con significado para la gente llana? Eso no era lo que ella había querido, pero al fin y al cabo, tampoco podía quejarse. Gracias a ese apellido sólo podía comportarse como una dama, y en ocasiones ir a la guerra. Era una especie de princesa-caballero. Pero lo que ella quería en ese momento era intentar salvar la vida de Andrik, el hombre del que estaba enamorada. Era lógico.
Una vez vendado, pidió ayuda a un par de guardias que había allí para que le ayudasen a transportarlo hasta la habitación en la que ella había pasado todo ese mes. No había comido, no había querido hablar con nadie, sólo dio órdenes de encontrar a un joven juglar de pelo blanco y ropa medianamente lujosa, y que lo llevaran ante ella cuando lo encontraran. Pero en aquel castillo nadie movía un dedo sin que James no lo supiera, y por eso había tenido que bajar al calabozo, a recogerlo. Ella sabía perfectamente que a su “padre” no le gustaba el chico; no porque fuera un simple juglar, sino porque él sabía que su esposa había intentado llevárselo a la cama Y para James eso era claramente un peligro. Lord Bubied era un hombre muy posesivo para ciertas cosas. Cuando llegaron al cuarto, lo tendieron sobre la cama y los dejaron a solas. Al cabo de un rato comenzaron a venir médicos, a los que ella echó. No confiaba en ellos, y la medicina era eficaz a largo plazo. Con un mago de confianza, como el que le había curado hacía semanas antes, se sentía más segura. Primero quería curarlo, y después ya hablarían. Tenía que contarle muchas cosas, pero sobre todo, tenía que enfadarse con él. Casi se había acostado con su madre. Por una parte, estaba muy enfadada, triste, deprimida, y por otra, se sentía culpable de que ahora estuviese como estaba, con aquella herida en el pecho, tan grande y tan infectada. Deseaba que llegase ya el mago, que lo curase, y poder acabar con todo.
Se abrió la puerta, y entraron las tres damas de compañía de Marie Bubied: Nagore, Elizabeth y Elvira. Detrás de ellas, estaba el jefe o capitán de la guardia de la familia, Desmond Warham. Los cuatro hicieron una reverencia, y se dispersaron por la habitación. Nagore echó las cortinas de terciopelo para que no entrase la luz, Elvira encendió la chimenea y Elizabeth sacó toallas y vendas. Marie cogió una de esas vendas y comenzó a vendar al juglar. Primero le quitó la camisa, luego su cinturón, ensangrentado, y después comenzó a rodearlo con aquella tela tan suave y con olor a lavanda. Desmond, sin embargo, se mantuvo junto a la que en un futuro sería la heredera del apellido Bubied y de todos los títulos que traía consigo esa palabra, y puso una mano sobre la frente sudorosa del chico. La apartó de inmediato.
―Está ardiendo, mi señora.
Marie se limitó a asentir, mirando con ojos melancólicos (aunque ya secos) a Andrik. No se sentía con ánimos ni para hablar. Ella se había sentado en el borde de la cama, junto a él. La última vez que lo había dejado solo lo había hallado con su madre política sobre él, ahora no iba a volver a cometer el mismo error. Aunque no pudiese hacer gran cosa.
―El mago vendrá de un momento a otro, niña. No tenéis de qué preocuparos ―dijo Desmond, sentándose junto a ella y abrazándola por los hombros. Si había alguien que podía llamarse padre suyo, ese era Desmond. Era un hombre ya entrado en años, pero era valiente y fuerte como un muchacho de veinte. Tenía una hija, Elizabeth, que era una de las damas de Marie, pero nadie diría que fueran familia. Él tenía el pelo castaño, canoso, con ojos verdes y piel un poco bronceada, mientras que su hija tenía el pelo rojo, los ojos negros, y la piel blanca, salpicada por pequeñas y numerosas pecas. Marie, sin embargo, tenía el pelo rubio, bastante largo (le cubría toda la espalda, y aún descendía más) y muy rizado, con los ojos marrones como dos pequeños trocitos de caoba. Estaba claro que no era su hija, pero hubiese preferido eso que ser Lady Bubied. De cualquier forma, ella le daba permiso para que la tratase de una forma más coloquial, menos correcta―. Habrá que rezar a La Madre para que lo cure.
―Los dioses no existen. Lo que está muerto no puede morir ―respondió ella, igual de impasible que antes. Sólo le miraba a él, tendido sobre la cama, luchando por respirar, por seguir viviendo. Andrik tenía los ojos claros abiertos en una fina rendija, y parecían mirar hacia ella, aunque no pudiesen ver. El fuego le había quemado la visión hacía dos años, cuando él tenía unos veinte. Pero ella había prometido que le devolvería la vista, algún día, pero lo haría. Lo había jurado―. Pero él no está muerto.
―Pero si sabéis que él no va a morir es porque vuestro padre es generoso, y va a hacer llamar a su mago pers…
―James va a traer al mago porque yo se lo he ordenado. No es generoso. Quiere cortarle la cabeza, y a mí también. Eso no es ser generoso ―le espetó, brusca―. Tus dioses no existen, están muertos. Si estuvieran vivos no habrían tolerado que James siguiese existiendo, y tampoco tolerarían el que le hubiesen cegado a Andrik, ni que ahora estuviese como esté. Los dioses no existen. Y él no es mi padre.
El capitán de la guardia sólo asintió, con la mirada perdida en los ojos blanquecinos del que estaba sobre la cama. Desmond era creyente, con una fe inquebrantable. Pero sabía que Marie tenía razón. Iba a decir algo, pero en ese momento entró un hombre bajito, gordo, con el pelo blanco y el rostro congestionado. Vestía ropas oscuras, pieles y cueros negros, y los zapatos eran igual. Traía un maletín consigo, negro también, y lo puso en el suelo. Detrás de él vino un hombre más alto, de un metro ochenta, con el pelo canoso y rubio, como el de Marie, y los ojos marrones oscuros. Vestía un abrigo de piel cobriza, probablemente de lobo u oso, un jubón de hilo con dibujos de leones, unos calzones rojizos y unos zapatos del mismo estilo. Venían ambos algo acalorados. Las tres chicas hicieron una reverencia, y Desmond simplemente agachó la cabeza. Marie bajó la mirada. James tomó aire.
― ¿Este es el mago? ―preguntó ella.
―Sí. Déjale sitio, va a ver qué puede hacer por él ―dijo James.
A ella se le encendieron los ojos. ¿Que qué podía hacer por él? No. El mago iba a salvarlo, y lo reviviría, si en algún momento era necesario. O al menos, era eso lo que ella pensó que haría. Se levantó de la cama y les dijo a las chicas que se fueran a prepararle la bañera. Quería quitarse el ronchón de sangre que se le había quedado en el vestido al abrazarlo. Se acercó a Desmond, y le dijo:
―Vigíladles. Si hacen algo raro, usad vuestra espada, Ser.
No era una petición, era una orden, y él lo sabía porque había usado un tono de voz imperativo.
―Marie… ―dijo Andrik, justo cuando esta salía por la puerta. Retrocedió inmediatamente y se sentó junto a él, pero al otro lado de la cama. El mago ya había empezado a examinarlo. Cambió su expresión a otra mucho más dulce, y lo miró con ojos llenos de cariño, aunque él no pudiese verlos.
― ¿Qué sucede? ―preguntó, con una voz que era todo lo contrario al tono que había usado antes.
―Lo… siento. ―Cerró los ojos y giró la cabeza. Ella se quedó con una cara desencajada, y sujetó la cabeza de él con sus manos.
―Andrik. ¡Andrik! ¡Responde, Andrik! ―Se giró hacia el mago y James―. ¡¿Está bien?! ¡¿Sigue vivo?! Está vivo, ¿verdad? ―gritó, preguntando.
El mago tumbó la cabeza sobre el pecho de Andrik durante unos segundos, y después la volvió a levantar. No dijo nada, y siguió mirando qué le sucedía al chico.
―Yo creo que ya está muerto ―dijo James, encogiéndose de hombros, como si aquello no le importase. Marie abrió los ojos de golpe, con pánico, con terror. ¿Y si era verdad? ¿Y si estaba muerto? Volvió a mirar el rostro de Andrik, y de pronto, lo notó demasiado frío entre sus manos. Las apartó, y lanzó un grito mientras ocultaba su cara entre las almohadas. Empezó a llorar, otra vez―. Te lo dije, no aguantaría. Al fin y al cabo, sólo es un juglar, sin dinero, sin una casa, sin honor, que no tiene dónde caerse muerto. Te lo dije.
Sintió cómo Ser Warham la cogía y la sacaba de la habitación en dirección a los baños, pero durante el trayecto mantuvo la cara hundida en el peto de metal del caballero. Gritaba, lloraba, volvía a gritar, y volvía a llorar. Los baños estaban en la otra punta del castillo, así que para cuando llegaron el agua estaría fría. La dejó en el biombo y Nagore comenzó a desvestirla. La guió hacia la bañera, o piscina, mejor dicho, y ella se metió por su propio pie. Efectivamente, el agua estaba algo fría, pero a ella no le importó. Cogió un poco de la espuma que había en la superficie del agua, y la sopló, con aire triste. Ya nada tenía sentido para ella. ¿Qué haría ahora? Primero lo enterraría, haría un funeral digno. Mucho más que el que tendría James cuando lo matase, o intentase acabar con él. Debía de hacerlo, aquello que había dicho antes le había hecho enfurecer. Había muerto, eso era lo que le rondaba la mente una y otra vez. Había muerto, estaba muerto. Estaba muerto. Ya no volvería a oírle cantar, ni a oír su voz, ni a ver esa sonrisa que tanto le gustaba. Sólo se había disculpado, y eso era todo. Ahora sí que se sentía culpable.
Al terminar el baño, las tres damas la vistieron con un vestido verde, oscuro. Se componía de un corsé con mangas largas, cosidas a la falda, que era de seda, bastante pomposa. El verde era su color favorito. Todavía no era oficial el luto, todavía no sabía de verdad si había muerto, aunque era lo más probable. ¿Pero y si el mago lo había revivido? ¿Y si nunca hubiese estado muerto? Por un lado quería volver a la habitación y saber qué sucedía; por otro, prefería seguir viviendo en la ignorancia. Sólo sabía una cosa: si Andrik estaba muerto, ella moriría, pero primero iría James. Y si no estaba muerto, huirían. Desmond les ayudaría a franquear la muralla que rodeaba la ciudad, les daría un caballo, retrasaría a James… Pero a quién quería engañar. Él estaba muerto. Había muerto entre sus manos, y antes de ello se había disculpado. Cuando se hubo vestido se puso la moneda de cobre malo que siempre llevaba al cuello. Era de cuando habían estado con el rey Salem y otros muchos reclutas en aquella búsqueda de la reina Elva. Tuvieron que cantar para conseguir dinero y poder dormir en una cama, o al menos en un sitio que no fuera el suelo de la calle. Recordaba que él había empezado a tocar, y ella, como no sabía hacer de juglaresa ni ningún cantar sobre cualquier héroe como Ser Wallace Royce, que había acabado con el basilisco de Jacksbury, o como Ser Charles Brandon, que había matado al último dragón de la región de Salsterty, le había hecho los coros. Sólo les echaron dos monedas de cobre, y encima del malo, así que les tocó dormir fuera. El rey Salem y dos de sus hijos, Alex y Erika (que eran gemelos) durmieron en las habitaciones más lujosas de la posada. James odiaba a los reyes de Valyria, y por eso tenía pensado destruir a Salem. De ahí el que tuviera su pequeña corte, que crecía a pasos agigantados, con tantos vasallos como tenía, para dar el golpe en cuanto le fuese oportuno. Era un odio parecido al que sentía Marie por James, un odio casi sin sentido. De todas formas, los padres a los que había matado el ejército de James no eran sus padres de verdad. Eran una pareja de ancianos estériles que nunca habían tenido hijos. Ella no sabía bien su propio origen, sólo recordaba aquello. Esos ancianos y el resto de sus “hijos”, unos siete niños y niñas abandonados. Por eso ella creía que sus padres también la habían abandonado. Nunca les había conocido, y ya se había resignado a no conocerles nunca.
Al final decidió dirigirse a la habitación. Pasó por el jardín interior del castillo, en el que se paró unos segundos para ver la hora que era en el reloj solar que había en el centro del jardín. Eran las seis, habían pasado dos horas desde que bajó al calabozo a recogerlo. Por el camino se encontró con Ser Jackery Smith, el caballero que había encontrado a Andrik. Venía de la habitación, y lo sabía porque estaba con un montón de ropas y vendas ensangrentadas, y el cinturón que ella se había quitado antes. Al verla, hizo una reverencia torpe, que consiguió que se le cayera dicha prenda. Le sonrió, disculpándose por su torpeza, pero ella no mostraba otro sentimiento que no fuera la tristeza. Marie se agachó y recogió su propio cinturón, y lo ató a una de sus muñecas. Esa prenda se la quedaría ella.
―Deberíais ir a la habitación de inmediato. Así lo ha ordenado el señor, Lady.
― ¿Y vos, adónde váis, Ser? ¿A la lavandería? ¿Acaso no es ese el trabajo de los pajes? ―dijo ella, con un tono monótono.
―Aaah… El maldito paje del señor… del juglar ―Se corrigió, dado que no sabía su nombre― ha desaparecido. Creo que James lo ha interrogado personalmente, él también quería encontrar al juglar, pero fui yo quien lo halló borracho, tirado en la calle, con esa herida tan fea que tiene. Qué desperdicio de ropa.
Y se marchó. Esa frase le dio esperanzas: «esa herida tan fea que tiene». ¿Significaba eso que estaba vivo? Aunque sabía que ese Ser no sabía expresarse bien. Leía mucho, sí, pero no se explicaba de forma concisa. Eso la enturbió un poco. Todavía le quedaba por atravesar un cuarto del castillo, pero lo recorrió bastante rápido. A veces corría y a veces andaba rápido, pero no se detuvo en ningún momento. Quería llegar cuanto antes. Ser Jackery le había dado esperanzas, quería saber si seguía vivo, sólo eso.
Abrió la puerta de golpe, con el corazón en la garganta, y todos giraron la cabeza hacia ella. Marie dirigió la mirada hacia la cama. Sobre ella, estaba el cuerpo de Andrik, flotando, rodeado por una neblina azulada, bastante tenue. Se tambaleó un poco en cuanto ella entró de aquella forma tan brusca, pero después se estabilizó. Al cabo de unos minutos Andrik bajó hasta colocarse en la cama. En ese momento, ella abrió la boca para decir algo, pero el mago no había acabado. Pronunció unas palabras en un idioma arcano, y de sus manos salió un halo verdoso que hizo que la herida comenzase a curarse, o más bien, a cerrarse. Que se curase era otra cosa muy distinta. De repente, entró una dama en la habitación. Era ella, su “madre”. Era la cuarta esposa de James, o quizá la quinta. No lo sabía bien. Tenía la misma edad de Marie, veinte años. Su pelo era marrón oscuro, y sus ojos se parecían un poco a los de ella, pero eran completamente distintos a la vez. Aunque en ese momento ambos expresaran el mismo miedo. Marie se puso tensa por unos instantes. No, realmente la culpa de que quizás estuviese muerto era de su madrastra Diane. Posiblemente hubiera sido ella la que le hubiese seducido. Al entrar, Desmond hizo una reverencia bastante breve, pero nadie más se inclinó ante ella. Diane se asomó un poco a la cama, para ver a Andrik más de cerca. Se giró inmediatamente hacia James.
―No estará muerto, ¿verdad? ―Él no respondió― ¿Está muerto? ―volvió a preguntar, con el llanto a flor de piel.
En ese momento, Marie se lanzó a por ella, cayendo sobre la cama.
― ¡Cállate, estúpida! ¡Si está muerto es por tu culpa! ―gritó, mientras el mago pegaba un salto para esquivarlas. Empezaron a gritar y a rodar sobre la cama, hasta que finalmente cayeron al suelo― ¡No tienes derecho alguno a llorar por él!
James ordenó a Desmond que las detuviera, y este se lanzó a coger a Marie, que era la que en ese momento estaba arriba. Ella se sujetó a Diane con fuerza, clavándole las uñas, mientras esta se revolvía en el suelo, gritando que la soltase. Marie la mordió en el cuello, y en ese instante, Desmond consiguió liberar a Diane. Sostuvo a Marie por la cintura.
―No lloraba por él. No estaba llorando. Y tenme más respeto.
― ¡Soltadme, Desmond! ¡Debo acabar con esa furcia! ¡Soltadme ahora mismo, os lo ordeno! ―gritaba Marie, revolviéndose entre sus manos con cada vez más fuerza.
―Cállate. Ser, sacadla de aquí de inmediato ―dijo James, con la voz serena, pero los ojos llameantes. El jefe de la guardia asintió y sin esfuerzo salió afuera con ella. La depositó en el suelo cuando estuvieron a una distancia prudente de la puerta, pero se seguían oyendo los gritos de Diane, indignada. Luego, se oyó la voz de James en un grito que hizo saltar a Marie, y después, solo se escuchó el silencio. Ella se calmó un poco, pero Desmond puso sus manos cogiendo los brazos de la chica, por si acaso. Marie temblaba, seguía agitada, roja, furiosa. Diane no tenía derecho a llorar su muerte. No era digna de aquello.
―Niña, explicadme qué ha pasado. Y tranquilizaos ―pidió el hombre que la sujetaba. Ella no habló―. Venga, vayamos al jardín.
Se dirigieron hacia el patio interior, y una vez allí, se encontraron con las damas de Marie. El capitán de la guardia les dijo que buscaran a tres soldados y dos guardias que custodiasen la puerta de la habitación, y las chicas desaparecieron entre risitas. Desmond la llevó hasta un banco y la sentó. Después, él se puso a su lado. Ninguno de los dos dijo nada, sólo se oían a algunos pájaros y el agua de la fuente. Estuvieron un buen rato así hasta que ella comenzó a llorar. Él la rodeó con un brazo, intentando consolarla, y Marie se tapó la cara. Ella misma se sentía insoportable, llorando cada dos por tres. Eso no era lo que la habían enseñado, a ella la habían educado diciéndola que debía de mostrarse fuerte siempre, y no debía de llorar nunca. Y ahora estaba derramando lágrimas por cada cosa que le decían. Pero es que se le había juntado todo, la posible muerte de Andrik, Diane y su historial, el carácter de James… Y no podía mantenerse fuerte por más tiempo, necesitaba desahogarse. Después recuperaría la compostura.
―Ella le dejó ciego. Fue ella ―consiguió decir, mientras seguía llorando.
― ¿Eh? ―dijo el hombre, sorprendido.
―Por su culpa perdió la vista. Ellos ya se conocían de antes ―siguió Marie. Tenía que contárselo a alguien. Tenía que decir la verdad, una verdad que James no sabía―. Se querían. Intentaron huir, y los padres de ella la descubrieron ―Había sucedido hacía bastante, pero ese era el motivo por el que Diane había acudido a él―. La idiota de ella dijo que le había intentado raptar, y como castigo, le quemaron los ojos. Ella tiene toda la culpa y ningún derecho a quererle. Esa soy yo, y no ella. Deberían de cortarle la cabeza a ella, y no a mí, o a él. Ella tiene toda la culpa. Ella, ella, ella… ―dijo, volviendo a llorar como una loca. Desmond se quedó callado, de piedra. Él no sabía nada de aquello, y por lo tanto se había llevado una sorpresa. El caballero siempre había pensado que ella, la señorita Diane, era una dama honesta donde las hubiera, que era correcto protegerla, y que debía de mantener su honor tan alto como el de su señor esposo. Por un lado, no sabía se creerse aquello, y por otro, no hacía más que maldecirse por haberlas separado. Aunque, si hubiese dejado que siguieran peleando, habría alguien realmente muerto en la habitación. Y eso le recordó que debía de decirle algo.
―Él no está muerto, mi dulce dama ―le susurró el caballero. La quería como a una hija, así que no pudo ocultárselo―. El plan de vuestro padre era haceros creer que estaba muerto. El mago lo enfrió un poco, y ahora lo estaban durmiendo para que cuando llegaseis estuviese aparentemente muerto. Él quiere alejar al juglar de vos…
De nuevo, se hizo el silencio. Marie dejó de llorar. Al principio, creyó que era falso, tan solo una mentira piadosa, de modo que le miró, interrogante, con los ojos rojos a causa del llanto. Él negó con la cabeza, y ella sonrió, volviendo a llorar, aunque esta vez era de alegría. Se levantó y se secó las lágrimas con la manga del vestido. En ese momento, Elvira apareció en el jardín, con el pelo negro suelto. Le dijo a Desmond que los guardias y los soldados ya estaban en la puerta, guardando la habitación. Ya no hacían falta, pues Marie parecía haberse olvidado de su madrastra. Pero él seguía pensando en lo que le había contado sobre Diane. Si aquello era cierto, debía de contárselo a James, mas sabía que si lo hacía, Diane moriría. Y él no quería condenar a una mujer. Estaba en un dilema moral. Mientras, Marie estaba bailando con Elvira, riendo, alegre. Su dama no comprendía a qué se debía aquella energía, pero bailó con ella, girando sin parar, pegando saltitos, con una gran sonrisa. Lady Bubied estaba feliz, delirando, parecía otra persona distinta. Estaba vivo, ¡estaba vivo! No se lo creía, pensaba que estaba delirando, pero era real. Andrik estaba vivo y lo estaba celebrando. Cuando se cansó un poco, soltó a su dama, que se fue en dirección a la cocina, y se sentó junto a Desmond.
¿Qué os ocurre, ser? ¿No os alegráis? —preguntó, casi sin aliento.
—Lo que me habéis contado sobre Diane… James no debe saberlo. ¿Lo habéis entendido? No debe saberlo, nunca.
Se levantó y desapareció. Estaba un poco preocupada, pero en aquel momento sólo pensaba en reunirse con él, con Andrik. Se dirigió a la habitación, y encontró a los guardias. Los soldados no estaban. Pronunció su nombre y unos cuantos títulos y las puertas se abrieron ante ella. Diane ya no estaba en la habitación, sólo estaban James y el mago hablando en una esquina. Ambos se giraron en cuanto entró, y James se dirigió hacia ella con rapidez.
—Marie… vete —dijo mientras la empujaba a la salida.
¿Marie? ¿Dónde estás? —dijo Andrik, incorporándose en la cama.
Su corazón dio un vuelco en cuanto oyó su voz. Esquivó a James y se lanzó hacia la cama. Lo abrazó con fuerza y él la rodeó con sus brazos, casi sin comprender nada. El mago salió rápidamente, lo que provocó que James soltara una maldición. Lord Bubied se acercó a ella y les separó. Su plan se estaba yendo al garete. Le dio un fuerte empujón que hizo que se estrellara contra la pared.
—Vete de aquí —sacó la espada que llevaba escondida entre sus ropas y apuntó hacia el juglar—. Vete o le mato, y de verdad esta vez.
Ella no se lo pensó dos veces. Se abalanzó contra su padre y lo tiró al suelo. Intentó quitarle la espada, pero él la aferraba con fuerza. Le mordió la mano, y entonces la soltó. Se levantó y se subió a la cama, poniendo tras de sí a Andrik. Ahora lo estaba apuntando a él.
—Eres un… un… Eres un cretino. ¡Y tu esposa una idiota! —tiró la espada lo más lejos que pudo, y se agacho hacia Andrik—. Venga, vámonos.
Le cogió de la mano y lo ayudó a ponerse en pie. Por suerte, estaba vestido, así que corrió hacia la puerta. De repente apareció una daga clavada en la puerta, casi en la mano de Marie, que intentaba abrir el pomo. La había lanzado James, que había recuperado su espada. Se acercó a ellos.
—Si os atrevéis a abrir la puerta, os ensarto.
Ella abrió la puerta y la cerró de golpe. Vio la espada atravesar la puerta de madera. James la sacó y salió. Los guardias se quedaron como pasmarotes, sin saber qué hacer. El Lord corrió tras ellos hasta que los acorraló en una esquina. En ese momento Andrik se puso entre ellas y James, o su espada.
—No pienses que vas a tocarla —dijo, con una voz desconocida para Marie.
—Y me lo vas a impedir tú, un juglar ciego ―le retó James, con aire burlón.
Alzó su espada, y justo cuando la bajó, al cerrar ella los ojos y apretar más su mano, se oyó un ruido metálico. Al abrirlos, vio a Desmond, con su pelo canoso, interponiendo su espada a la de su señor.
—He preparado vuestro caballo, señora. ¡Corred! —dijo el jefe de la guardia.
—Mentecato, ¡aparta! —rugió James, haciendo más fuerza.
En ese instante, fue Andrik el que tiró de ella, corriendo hacia cualquier lado. Él solo se guiaba por el olor. Acabaron llegando de esta forma a las cuadras, donde Marie vio a su caballo. Se subió ella primero y después ayudó a Andrik a montarse. Ella agitó las riendas y huyeron del castillo, y después de la ciudad. No quería volver y no lo haría, porque sabía que si lo hacía morirían de verdad, como él le había dicho antes.

Natalia Suárez-Bustillo. 3º E.S.O